Mauricio Chiluisa,
Licenciado en Comunicación Social- Presidente Nacional FEUE
La pandemia del Sars Covid 19 que afectó a todo el mundo a principios del 2020 y su avance de manera agresiva durante varios meses provocó que muchas ciudades en todo el planeta impusieran la cuarentena obligatoria para evitar la circulación humana innecesaria y así poder mantener un mínimo de control en la propagación del coronavirus.
La reducción de la movilidad humana y la semi paralización de grandes industrias en las grandes ciudades causó efectos directos en el medio ambiente, como la disminución de la emisión de contaminantes en la atmósfera, pero a la par se dio un aumento de la generación de residuos domésticos y hospitalarios.
El cierre de las fábricas y el comercio, además de las restricciones de viaje para hacer frente a la propagación del virus posibilitaron en ese momento una reducción de las emisiones contaminantes a la atmósfera, según la Agencia Europea de Medio Ambiente (AEMA) ciudades como Bruselas, París, Madrid, Milán y Frankfurt tuvieron una reducción en los niveles medios de emisión de dióxido de nitrógeno.
De manera evidente la cuarentena le dio un respiro a nuestro planeta que fue momentáneo, en este escenario de pandemia global y la lenta recuperación de las actividades normales e industriales, los mandatarios de casi todo el mundo se dieron cita en la 26 Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, COP 26 que se realizó en Glasgow (Escocia).
La cumbre fue duramente criticada desde sectores ambientalistas, ecologistas, académicos y sociedad civil que recuerdan amargamente a la COP por ser aquella que se aplazó un año por culpa de la pandemia y que pudo haber sido un París 2.0., con compromisos renovados y acordes a los últimos hallazgos científicos, pero una vez más el recelo de muchos países a dejar atrás un sistema consumista que prioriza el capital antes que el bienestar humano no permitió llegar a un acuerdo que ayude al medio ambiente.
La financiación era otro de los grandes temas de discusión en la COP 26. En concreto, la necesidad de hacer frente al incumplimiento, por parte de los países ricos, de aportar 100.000 millones de dólares al fondo de financiación climática, por ello los Estados más vulnerables se niegan a calificar este acuerdo como un éxito. Y tienen un motivo de peso: los países ricos, como Estados Unidos y la Unión Europea a la cabeza, han impedido destinar ayudas económicas para hacer frente a los destrozos causados por la crisis climática.
No habrá, por ahora, una financiación específica para paliar pérdidas y daños (pagar a las naciones más vulnerables por los destrozos causados por eventos extremos; no confundir con adaptación), reivindicación histórica de muchos países pobres. Muchos pequeños países, incluidas islas, están en riesgo de desaparecer por los efectos del calentamiento global de la atmósfera provocados principalmente por la emisión de contaminantes provenientes de los países del G8.
Una de las intervenciones de los países en vía de desarrollo que llamó la atención fue del presidente Luis Arce de Bolivia que mencionó; “Los países desarrollados promueven un nuevo proceso de recolonización mundial, el nuevo colonialismo del carbono, tratan de imponer sus propias reglas de juego, promueven que los países en desarrollo asumamos sus condiciones sin opción alguna”.
Sus palabras fueron debido a que las economías más desarrolladas están apostando por la descarbonización de la producción de energía y el desarrollo de soluciones ecotecnológicas, basadas en tecnologías limpias y fuentes energéticas renovables, es preocupante observar cómo estos pactos verdes que son promovidos por los países desarrollados puedan ser considerados como una mera oportunidad geopolítica y de negocio.
El poder económico de estos países proviene de la aplicación de un voraz sistema capitalista, que se basa en propiedad privada, explotación indiscriminada de trabajadores y recursos naturales, maximización de la ganancia, libre empresa, competencia monopolística, corrupción y malversación de fondos del Estado y entre otros, que han sido a costa de la explotación de los países pobres y sus pueblos que han generado exageradas riquezas que posibilitaron el desarrollo económico de Europa y Estados Unidos.
El prolongado proceso de depredación capitalista afecta enormemente el delicado equilibrio ecológico de nuestras naciones pobres, a tal punto que desaparecieron grandes extensiones de bosques y sabanas (con su flora y fauna únicas) para ensanchar la cría de ganado y la agricultura intensiva, dando por resultado un empobrecimiento acelerado de los suelos y una contaminación de las aguas, un claro ejemplo es el incremento y aún más el deterioro ambiental padecido y que se privilegie la inversión extranjera en regiones como el Amazonas, que ha sufrido gran contaminación en los últimos 20 años.
El colonialismo ambiental merma grandemente en la posibilidad de proteger el medio ambiente en nuestras naciones, ya que es la implantación y expansión de un modelo de desarrollo consumista que erradica las tradiciones conservacionistas de nuestros ancestros y campesinos a cambio de paquetes tecnológicos que aumenten el nivel productivo agropecuario, sin importar cual sea su impacto ambiental. Hay, por lo tanto, un vínculo estrecho entre este deterioro ambiental y la depredación capitalista que son víctimas las naciones pobres del mundo.
De no cambiar esta realidad creciente que debe realizarse con lucha social y movilización en el plano político, obligando a las naciones industrializadas a reconocer la deuda ambiental que tienen con nuestros países, el futuro se vislumbra desalentador y terrible.
Mientras se ignore cómo a el neoliberalismo no le interesa el planeta, la movilización y la lucha social en defensa del medio ambiente seguirá siendo una lucha romántica de grupos e individuos situados en la periferia de la sociedad cuando, contrariamente a ello, debiera comprometer a todo el conjunto social, ya que en la misma está implícita la vida en la Tierra.